Einmaliger Gesichte


Es war sieben Uhr nachmittags als er durch die Tür schritt und er mit seiner bloßen Gegenwart alles zu ändern schien. Ich spürte einen zwang mein Buch beiseitelegen zu müssen und es überkam mich ein Gefühl von Dringlichkeit, dass seinem ganzen Besuch anhaftete. Das schon kleine Geschäft in dem ich arbeitete wurde durch seine Ankunft noch viel kleiner, als ob jeder Spalt und jede Ecke ausgefüllt wären.

„Guten Tag”, murmelte ich, er schien mich jedoch nicht zu hören. Seine Aufmerksamkeit lag voll auf einer alten Schreibmaschine, die seit Jahren niemand kaufen wollte.  
Er war von unauffälliger Statur, jedoch etwas kleingewachsen   ein bisschen zu dünn und ein leichter grauer ton in seinem Gesicht, was mir aber erst beim zweiten, genaueren betrachten auffiel, und was mir in einem alltäglichen Aufeinandertreffen nie aufgefallen wäre.

Nach mehreren Minuten, in den ich die Zeit wie gefroren fühlte, sagte er schließlich:  “Guten Tag, ich nehme sie!“ ohne nicht einmal den Preis erfragt zu haben. Er nahm die Schreibmaschine und legte fünfzig Euro auf den Tresen. „Behalten Sie den Rest“, fügte er hinzu und verschwand. Ich weiß nicht warum, aber ich war nicht dazu im Stande ihm zu antworten und musste letztendlich die noch fehlenden zwanzig Euro des Preises aus meiner Tasche zahlen.

Erst als ich die zwanzig Euro von meiner Hosentasche in die Kasse verschwinden ließ, stellte sich wieder die Ordnung ein, die mir ein klares Denken ermöglichte und die seit dem Erklingen der Eingangstür verwüstet schien. Erst jetzt merkte ich, dass die ganze Zeit seines Schweigens, ein sonderbar sorgloses Lächeln in seinem Gesicht lag und seine Augen beim Erblicken der Schreibmaschine eine Ruhe, wie nach der Heimkehr einer langen Reise, ausstrahlten.

Es vergingen die Tage und jeden zweite oder dritten nahm er etwas anderes auf die selbe Art und Weise mit. Jedes Mal fünfzig Euro, jedes Mal verschwand er danach. Ich behielt das Rückgeld und konnte mir davon in den drei Monaten seiner Besuche eine gute Sammlung neuer Bücher hinzulegen. Wir tauschten nicht viele Wörter aus, außer gelegentlich, wenn er mir einige Schriftsteller empfahl. „Sie sollten Ortega lesen“, murmelte er den einen, “ Ich glaube Sie würden Lucía de Ayala genießen“ den anderen Tag. Mit der Eindringlichkeit eines Befehls, stürmte ich in den nächsten Buchladen sobald meine Schicht zu Ende ging und kaufte mir die Bücher seiner Empfehlungen. Zwei Monate später fiel mir auf, dass es sich stets um Schriftsteller handelte, die nur ein Buch veröffentlichten und danach immer verschwanden. Einige begannen Selbstmord, von den anderen gab es keine weiteren Überlieferungen. 

Auf dieselbe Weise geschah es mit meinem unbekannten Poeten des Preises, dass er, nach Tagen des Kaufens, des Verfassens einer Geschichte zweier Komplizen, von dem einen auf den anderen Tag nicht mehr erschien. 

Die Ruhe, mit der er am ersten Tag auf die Schreibmaschine geschaut hatte, hatte sich in meinen Körper eingeschlichen und durchdrang mich jedes Mal, wenn ich eines der Bücher las, die er mir empfahl. Aber nach einiger Zeit verschwand dieses Gefühl und wurde durch Ohnmacht ersetzt. Es stahl mir die ersten Monate den Geschmack am Lesen und wandelte sich mit dem Verstreichen von Tagen in eine unnachlässige nächtliche Unruhe. Unruhe, die dazu führte, dass meine unfreiwillige Schlaflosigkeit leere Seiten mit etwas füllte, was wie ein Roman aussah, geschrieben in einer Art Trance. Ein Roman, in dem ich kein Ende fand. Bis zu dieser Nacht. Die Nacht nach drei Jahren, als ich ihn vor dem Ausgang meines neuen Jobs wiedertraf, und in der er mir die letzten Wörter zum Beenden meines Romans schenkte.

Ich arbeitete zu dieser Zeit in einem kleinen Geschäft für Papiere, Federn, Tinte und allerlei Dinge für Menschen, die den unaufhaltbaren Wandel von Handgeschrieben zu maschinell Getippten solange wie möglich hinaus zögern wollten.

Doch mein verschollener Unbekannter trat aus dem Nachbarsgeschäft, einem von Hand arbeitenden Hutmacher. Er hielt sein neustes Stück, eine schwarze Melone, mit dem mir eingeprägten Gesichtsausdruck unseres ersten Treffens in der Hand. 

Es schien, dass er durch die Entdeckung des Hutes erneut von einer langen Reise heimgekehrt war. Als er mich erblickte, trat er einen Schritt auf mich zu, setzte seine aktuelle fünfzig Euro Errungenschaft auf sein frisch geschnittenes Haar und sprach zu mir in einer klar- durchdringenden Stimme, die sein bekanntes Murmeln, als eine nie gelebte Erinnerung verblassen ließ.
„Ich muss los“, sagte er, drückte mir fünfzig Euro in die Hand, wendete sich zurück zum Hutmacher und fügte hinzu: „Kaufen Sie sich auch einen und kommen Sie mit!“

Historia a dos voces.



Eran  las siete de la tarde cuando cruzó la puerta y su presencia lo cambió todo, me obligó a dejar el libro que estaba leyendo implantando un sentimiento de emergencia que me mantuvo alerta durante toda su estadía. La pequena tienda que yo atendia se volvió aún más estrecha  con su llegada, como si cada rincón hubiese sido ocupado.

“Buenas tardes” murmuré ,pero él pareció no escucharme absorto en una máquina de escribir vieja que por anos nadie había comprado.
Era de estatura promedio, bastante delgado y un suave tono gris cubría su cara. Caracteristicas que normalmente pasarían desapercibidas en un primer encuentro, pero que no pude dejar de observar desde el momento que cruzó la puerta.

Luego de minutos que parecían condensarse en el aire, dijo: “Buenas tardes, me la llevo” sin nisiquiera preguntar el valor. Cogió la máquina  y me alcanzó un billete de cincuenta euros “ Quedate con el cambio” agregó, y se fue. No se porque, pero no fui capaz de contestarle y tuve que pagar de mi bolsillo los  veinte euros restantes que costaba su máquina.

Solo cuando los veinte euros desaparecieron de mi bolsillo, recupere la calma que me había robado desde el momento que cruzo la puerta. Al cerrar la caja registradora caí en cuenta que todo el tiempo que él miraba la máquina , una sonrisa extrana sin preocupaciones se dibujaba en su cara y cierta familiaridad tomaba el ambiente , como el sentimiento que se tiene al llegar a casa luego de un viaje muy largo.
 
Pasaron los dias y cado dos o tres se llevaba algo de la misma manera que la primera vez. Siempre cincuenta euros , siempre desaparecía después. Yo me  quedaba con el cambió que dejaba y llegue a hacer una buena colección de libros  durante los tres meses que él visitó la tienda. No intercambiamos demasiadas palabras, excepto  un par de  veces que de la nada me recomendó algunos autores. “Deberías leer a Ortega” murmuró una vez, “ Creo que disfrutarías a Lucía de Ayala” dijo otro día. Con la urgencia de una orden corría a la libreria cuando mi turno acababa y compraba lo que él me había recomendado. Pude darme cuenta luego de los meses que siempre eran autores los cuales solo tenían una obra publicada y después habían desaparecido. Algunos se suicidaban , del resto no había demasiada información.

Pero de la misma manera que apareció , un día cualquiera dejó de venir y la delgada red de complicidad construida por encuentros fortuitos en la tienda de segunda mano, se desvaneció en el aire junto con su presencia.

La calma con que había mirado la máquina de escribir el primer día  se  había colado dentro de mi cuerpo y parecía embriagarme cada vez que leía alguno  de los libros que compraba con su cambio. Pero cuando desapareció  ese sentimiento fue sustituido por el desasosiego, los primeros meses robó mi gusto por  la lectura, para ir decantando con el paso de los días en una terrible urgencia nocturna. Urgencia  que se traducía en desvelos involuntarios llenando páginas en blanco con lo que parecía una novela, escrita en una especie de trance . Novela a la cual no le veía un fin. Hasta esa noche. La noche después de tres anos cuando me lo encontré a la salida de mi nuevo trabajo y me regalo las palabras con las que cerré el último capítulo.

Por esos anos trababaja en una tienda de papelería, dónde vendían toda clase de articulos para la gente, que como yo, se rehusaban a cambiar los manuscritos por las maquinas de escribir. Al dejar mi turno pude verlo. Salía de la tienda vecina sosteniendo en sus manos un sombrero de hongo, y la misma expresión de familiaridad que llevaba en la cara aquel primer día.  Parecía que habia vuelto de un largo viaje y que por fin con su sombrero en las manos se sentía en casa. 

Se acerco a mi lado y con un tono penetrante que no tenía relación alguna con los murmullos de su voz que habitaban en mi memoria me dijo: “Debo irme” , lo mire confundinda, pero antes de poder emitir palabra alguna , puso en mis manos cincuenta euros y agregó “Compra uno de estos sombreros y sigueme”.


Escribi esta historia a dos voces,como forma de matar el tiempo la noche de la primera nevada fuerte en Berlin, mitad en espanol, mitad en alemán. Luego yo hice la traducción completa al espanol y MK la traducción completa al alemán. Aquí esta, y es quizás una tontería, pero que lindo suenan algunas cosas en alemán.  

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