El mar.

Como todo lo que se pierde, no lo valore lo suficiente hasta que no lo tuve mas , Hasta que ir a él significaba horas de viaje,hasta que las olas del pacifico parecieron tan lejos que aunque cierre los ojos y me concentre antes de dormirme ya no puedo sentirlas.

Crecí a diez minutos del mar, en un pueblito, en medio de la playa de los ricos y el mar sustento de los pobres. Llolleo, una playa olvidada pero que nos servía de patio trasero para nuestras clases de deporte, escapada segura para los que querían perder clases, destino final de un parque también olvidado, que siempre cruzaba casi corriendo llena de miedo de la jauria de perros hambrientos o que apareciera algún gitano y terminara robada por ellos , como me decía mi nani.

La primera vez que lo extrañe fue cuando me mudé a Santiago, y las vacaciones del resto eran ahí donde yo llamaba casa. Estaba a sólo dos horas , a una semana, pero el abandono de sus olas , la ausencia de su viento me agitaba el corazón peor que cualquier otra falta. 

De pronto empezaba a cobrar sentido , los ruegos que le hacía todas las tardes a mi mamá para que me llevara a ver el mar. “ mamá una vuelta estoy aburrida“ Y entonces nos subiamos a la Van, y si mi mamá estaba con ánimo nos preguntaba: “ Vuelta Larga o corta?“ y yo siempre elegía larga. Me sentaba al final, ponía música y me preparaba para que el mar apareciera ante mis ojos; un puente y entonces aparecía : Santo Domingo. Si era invierno y temprano veíamos el atardecer, probablemente en silencio, quizás mi hermana hablando. Cuando el sol desaparecía, nos sacudíamos la arena y seguíamos. Si era verano la desilución se tomaba todo cuando mi mamá avisaba “ no traje efectivo, asi que sin bajarse“ y entonces solo lograba ver el mar de lejitos, por culpa de toda la invasión veraniega desde Santiago y de la creencia horrible que se puede privatizar el privilegio de ver las olas. 

Volviamos a cruzar el puente , y la ciudad se iba transformando: casas pequeñitas, calles más ruidosas, un par de micros destartalandose, containers, grúas y ahi estaba: el puerto de San Antonio y el mar bañado de lucecitas de barcos esperando embarcar, atracar o descargar. Un millón de lucecitas saltando en las olas que mecían aveces suavemente , otras con violencia muchos botecitos coloridos que alimentaban a cientos de familia. El mar como recurso, el mar como ilusión , el mar peligro absoluto como gritaban los titulares del diario local cada vez que un pescador se perdía. 

Entre la puesta de sol y las lucecitas del puerto mi alma se calmaba, tanto cuestionamiento adolescente parecía siempre apaciguarse. Me gustaba dormirme con el mar gritando a lo lejos o descubrirme acompañada a media noche con las sirenas de los barcos llegando a puerto.

La playa o el puerto como escenario de todas mis citas, caminatas eternas por la playa con mi novio escolar, ajenos a la perdida del mar y de lo que eramos. El viento arruinando el bronceado ,que jamás lograbamos tener con mi hermana, el mar como refugio de mi corazón por primera vez roto, el mar y su fuerza , el mar y sus olas , el mar y muchas primeras veces, el mar y el rostro de mi amigo que ya no esta. Si cierro los ojos no puedo sentir las olas , pero si puedo verlo sentado en la punta de las rocas o acostado en la arena, hablando de ser marino mercante. Que ganas que el mar también lo hubiese salvado.

El mar y mis mejores recuerdos. El mar y todos los pares de ojos con los que lo he compartido. El mar de Grecia y mi perrita rescatandome.El mar sin olas del meditarreneo y un abrazo de recuerdo para los tiempos malos, el mar con mate de Uruguay, descubrir la tibieza del mar en Brazil, el norte de Chile y su mar de mil estrellas. 

El norte de Chile y su luna de sangre bañandose en las olas , olas llenas de medusa y movimientos extraños intentado avisar algo , que nosotros expectadores fascinados a miles de kilómetros del epicentro no lograbamos descifrar. El mar tiene su furia y arrasa con todo, como esa noche de Luna roja hace años atrás.
 
Chile “y su mar que tranquilo lo baña“, que de pacífico tiene muy poco pero que en su furia,en sus olas arremolinandose tiene toda esa tranquilidad que me falta.

Pienso en la última vez que vi el mar en su esplendor: Marsella,Francia, hace más de un año. Un año sin ver una puesta de sol o el viento marino refrescandome la cara. Hace tres meses desesperada por mar, ebria de felicidad ,pude disfrutar un pedacito de mar sin costa en Dinamarca. Pero mi alma inquieta no se conforma, quiero sentir la arena y el ruido de las olas, el viento despeinandome y dejandome la cara salada. 

Mientras escribo esto voy camino a Essaouira, en la costa de Marrakech. Una playa con mucho viento que me espera al final de tres horas de bus en medio de dunas y caminos de estepa. Mi alma inquieta no se duerme aunque sea temprano. La expectación de una playa ventosa, como mi playa, como mi costa, no me lo permite. Deseo que el viento y las olas me devuelvan la tranquilidad. Que esta vuelta un poquito más larga , apacigue mi cabeza llena de cuestionamientos ya no tan adolescentes.

Los pies descalzos, la infinitud del mar, la incontable arena, el ruido de las olas, y de pronto ya nada importa: soy tan, tan pequeñita... el vaiven violento de mis pensamientos se coordina con las olas y entonces... yo también soy infinita.

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